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Siempre pasa. Si ya te cruzas con situaciones atípicas cuando estás en tu ciudad, cuando sales de ella a veces se arman unas que no veas. Yo creo que es porque vives mucho más en mucho menos tiempo y porque fuera de tu zona habitual las cosas a menudo resultan extrañas. Hoy me ha parecido curioso recoger algunas de las anécdotas más curiosas que me han pasado estando de viaje para contártelas al detalle.

1. El conductor interesado

En Filippiada, en Grecia, tuve que hacer autoestop con una amiga para moverme hasta una localidad cercana. No había autobús ni ningún otro medio de transporte. Después de un buen rato con el pulgar arriba, paró un coche. Pero lejos de lo que te imaginas, no fue nuestra salvación.

El conductor redujo la velocidad y atendió a la petición de mi compañera, que sujetaba un cartel en el que habíamos escrito el nombre de nuestro destino. Pero de pronto se dio cuenta de algo con lo que no contaba.

Mi turno de hacer autoestop ya había pasado, y mientras ella hacía el suyo yo descansaba en un muro a la sombra, a unos cuantos metros de distancia. Ella se acercó feliz hasta donde estaba yo para decirme que un coche había parado, y cuando el conductor descubrió que yo iba en el pack… ¡PUM! Acelerón y aquí no ha pasado nada.

2. El Blablacar más «crack»

Cuando me di cuenta ya era tarde; un despiste me había hecho bajar del autobús olvidando mi maleta en la bodega. De pronto me entró el agobio porque faltaban muy pocos minutos para que un tipo con el que había contactado a través de Blablacar viniera a recogerme con su coche (el autobús no me dejaba en mi parada definitiva, todavía me quedaban más de dos horas de camino). Pensé: «Si no tengo la maleta, ¿qué hago?, ¿me quedo en esta ciudad a buscarla o me subo al coche con él y ya arreglaré este asunto?».

Localicé a la empresa de autobuses y me dijo que mi maleta ya estaba en Catania, en Sicilia, y que si quería la podían dejar en una oficina de por allí para que no siguiera dando vueltas. Les dije que sí.  En ese momento llegó Graziano con su coche, el señor con el que había quedado para que me llevara al sur de la isla.

Si no tengo la maleta, ¿qué hago? -pensé muuuy agobiado

Abrí la puerta y le dije lo que me pasaba: «Hola, Graziano. Tengo un problema y no me voy a poder ir contigo porque me he dejado la maleta en el bus». Contra todo pronóstico, sonrió y me dijo: «¡Anda, sube! Vamos a buscarla». Y eso hizo. Condujo hasta Catania, aparcó el coche y me acompañó a cuatro oficinas distintas para dar con mi equipaje.

3. El mejor calefactor para una congelación

En Strandhill, Irlanda, se cruzó en mi camino Chris, un señor de los que inspiran y se posicionan como referente. Fue una pieza fundamental en un momento de pura congelación. Te cuento…

Strandhill es una playa donde el mar ruge muy bien, siempre está lleno de surfistas en busca de buenas olas. Y allí estaba yo también. Después de unos meses viviendo en una ciudad sin costa, mis ganas por hacer un poco de surfing estaban por las nubes. Aunque tenía un «pequeño» problema: no tenía equipo, ni tabla, ni neopreno, y tampoco había ninguna tienda para alquilarlo.

Todo se puso a rodar enseguida. Escribí a un famoso surfista de la zona y recibí una respuesta increíble. «Mi casa está en la calle x, la puerta está abierta y tienes la tabla en la esquina. Ven cuando quieras», me dijo.

Y eso hice, fui para allá y la cogí. Aunque el neopreno no me lo pudo prestar, y no porque se negara… Lamentablemente le sacaba unos 15 cm de altura.

Luego, en la playa, un alemán me solucionó el tema del neopreno. Me prestó uno que había por su maletero, uno muy fino, de los que uso yo en el Mediterráneo en otoño o primavera. Y claro, era invierno y estábamos en Irlanda.

El caso es que salí del agua más pronto de lo previsto y con las manos, la cabeza y los labios congelados. Me empecé a cambiar en el mismo paseo que contorneaba la costa y, estando semidesnudo, se me acercó Chris. «Está fría el agua, eh», apuntó este fenómeno.

Chris superaba los 65 años y todos los días hacía un recorrido de decenas de kilómetros para llegar hasta allí. Sus gracietas y su buena conversación me hicieron apartar el frío de la parte de mi cabeza que se encarga de pensar, y hasta cantamos juntos la canción de Annie.

Sé que esto último puede sonar raro, ¿quién canta Annie semidesudo y congelado en un paseo de Irlanda con un señor que acaba de conocer? Pero… seguro que a ti también te han pasado cosas así.

Si tienes un hueco, pásate por mis redes y cuéntamelas, que seguro que me alegras el día.

Ah, por cierto… Por suerte, como sabes, siempre empuño la cámara, así que puedes ver grabadas todas estas anécdotas (y dos más bastante curiosas) en el vídeo que te dejo a continuación:


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